Literatura
y educación patriarcal:
la
transmisión de la violencia simbólica en La bruja de Shirley Jackson
“La educación patriarcal no necesita libros de
texto: le alcanza con cuentos, canciones y miradas.”
En el cuento La bruja de Shirley Jackson, un episodio trivial en apariencia —una madre viajando en tren con sus dos hijos pequeños— se convierte en una escena de alta tensión simbólica. La autora, maestra en lo siniestro cotidiano, construye una situación en la que lo perturbador no llega desde fuera, sino que habita la normalidad: se cuela entre las palabras, se instala en las pausas, se transmite como herencia.
Un anciano, viajero como ellos, inicia una
conversación con Johnny, el niño inquieto y curioso. Lo que al principio parece
una amable interacción intergeneracional, pronto se torna en un discurso
cargado de violencia: el hombre relata que castigó a una “bruja” con
brutalidad, le cortó la cabeza, los miembros, la nariz, y finaliza con
una frase tan seca como escalofriante: “La profané.”
La clave del cuento reside no solo en el
contenido de ese relato, sino en a quién va dirigido. El anciano no le
habla a otro adulto, no busca la reacción de la madre, que permanece ausente,
indiferente. Le habla al niño. Se dirige al varón en formación. Le
ofrece una historia. Le da un modelo. No lo amenaza: lo recluta.
Este gesto, en apariencia informal, expone una
de las formas más insidiosas de la educación patriarcal: la transmisión no
institucional del poder masculino a través de la narración cotidiana. El
adulto introduce al niño en una lógica donde la mujer —la bruja, la otra, la
desobediente— debe ser castigada. La violencia no se enuncia como tragedia,
sino como anécdota. No se tematiza: se normaliza.
En ese sentido, el cuento de Jackson dialoga
con una larga tradición donde la literatura no sólo refleja el patriarcado,
sino que funciona como aparato reproductor de sus valores. Desde los
cuentos de hadas hasta las fábulas moralistas, se ha formado a generaciones de
niñxs para que aprendan quién manda, quién obedece, quién debe ser temido y
quién castigado.
La figura de la bruja, aquí apenas nombrada,
condensa siglos de persecución hacia la autonomía femenina. Como bien advierte
Silvia Federici, “la bruja fue la figura construida para disciplinar a las
mujeres que escapaban del mandato de la obediencia.” El anciano, al contar
su historia, no sólo perpetúa esa lógica: la instituye como pedagogía
íntima, como legado masculino.
El desenlace del cuento es crucial: Johnny no
se asusta, no rechaza el relato. Lo absorbe, lo reproduce, lo integra. Al
final, el círculo se cierra a través del conjuro lanzado: el relato pasó de una
generación a otra. La pedagogía patriarcal cumplió su función.
Jackson, sin grandes artificios ni discursos
explícitos, nos revela cómo la violencia simbólica se transmite con dulzura,
con sonrisas, con tono de cuento. No necesita violencia física ni doctrinas
religiosas: le alcanza con que un hombre le hable a un niño y le enseñe, a
través del miedo y el castigo, quién manda.
Epílogo:
Si la literatura puede enseñarnos a imaginar
otros mundos, también puede adiestrarnos en la obediencia al viejo orden. La
tarea crítica no es negar sus relatos, sino abrirlos, leerlos en su
ideología, y convertirlos en campo de disputa. Porque mientras exista un
anciano dispuesto a contar cómo se castiga a una bruja, tiene que haber
quien interrumpa el relato, y cuente otro.
Alejandra Porchiia ❤

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