lunes, 18 de agosto de 2025

Análisis crítico de representaciones en En el barro.



Análisis basado en secuencias penitenciarias

El relato audiovisual que se despliega en los ocho capítulos  presenta una narrativa donde la cárcel femenina funciona como microcosmos social. La trama no solo expone escenas de violencia y explotación, sino que construye un discurso sobre el cuerpo de las mujeres y las lógicas de poder en el encierro.

Emergencia y barro: metáforas de origen

El episodio inicial, donde un grupo de mujeres sobrevive a un atentado y emerge del agua, pero son denominadas 'las embarradas', constituye un gesto discursivo relevante. No emergen del barro, sino del agua, pero el lenguaje de la institución penal las asocia con la suciedad y la marginalidad. El barro, en este sentido, es metáfora de clase: 'emergieron del barrio'. Se trata de un mecanismo de naturalización simbólica (Bourdieu, 1999), donde la procedencia social marca identidades estigmatizadas, más allá de la experiencia real (el agua como renacimiento).

Sexualización y disciplinamiento

Las requisas corporales, en las que el médico ordena “abrí las piernas y la boca”, revelan cómo el poder se ejerce a través del cuerpo (Foucault, 1975). El control médico-penitenciario no es neutral, sino un espacio de violencia simbólica y material: el cuerpo femenino es tratado como objeto disponible para la mirada masculina. La referencia de la guardia a la “cartuchera” (vagina) ratifica la cosificación. A esto se suma la naturalización de las violaciones y abusos sexuales como parte del régimen carcelario, lo que expone la crudeza de un sistema que disciplina, sometiendo y anulando la autonomía de las mujeres mediante el uso punitivo y coercitivo de la sexualidad.

Maternidad, apropiación y mercado

La entrega de un recién nacido a una pareja, tras la muerte de la madre biológica, expone la lógica de la mercantilización de la vida. El cuerpo reproductivo de las presas se convierte en un recurso apropiable, en consonancia con lo que Rita Segato (2003) denomina la pedagogía de la crueldad: cuerpos feminizados como botín de guerra. La maternidad se privatiza y el niño se vuelve mercancía intercambiable. Este episodio no constituye un caso aislado, sino que se inserta en un entramado sistemático de prácticas carcelarias donde la apropiación, el abuso y la explotación de los cuerpos femeninos se repiten y naturalizan, reproduciendo violencias históricas contra las mujeres más vulnerables.

Pornografía y sobrevivencia

La filmación de material pornográfico en el penal, bajo el mando de 'La Zurda', muestra cómo la prisión replica las economías ilegales de afuera. El cuerpo femenino es explotado, pero también instrumentalizado como recurso de sobrevivencia. El 'paquete' no refiere a objetos, sino a mujeres ingresadas como capital erótico. Esta lógica remite al análisis de Butler (2009) sobre la precariedad de las vidas que solo existen como intercambiables.

Violencia como identidad

Personajes como Roky, que reivindica haber asesinado al abusador de su hija, subrayan cómo la violencia deviene única forma de justicia posible ante un sistema fallido. El encierro no cancela esa violencia, sino que la reproduce como identidad y relato de vida.

Multiverso penitenciario

El penal funciona como un multiverso de la locura, donde confluyen prostitución, tráfico humano, drogas y corrupción institucional. El enemigo mayor es la ley encarnada en la guardia y la dirección. Sin embargo, se evidencia la ambivalencia de las relaciones de poder: algunos guardias protegen, otros abusan. Foucault recordaba que el poder 'no se posee, se ejerce' y se dispersa en múltiples niveles (Foucault, 1976).

El cuerpo como carne

La escena en la que se yuxtaponen cuerpos femeninos y carne animal expone crudamente la animalización de las mujeres. El cuerpo es carne de consumo, sin diferencia con un animal de matadero. Aquí el dispositivo audiovisual se alinea con la crítica ecofeminista (Adams, 1990), que asocia la opresión de los cuerpos animales y de los cuerpos feminizados como parte de un mismo orden patriarcal de consumo. El ejemplo más brutal es el de María, cuyo cuerpo aparece colgado de un gancho tras ser asesinada: la disposición de su cadáver como si fuese una res en el matadero lleva al extremo la metáfora, mostrando cómo la violencia patriarcal convierte a las mujeres en materia desechable, lista para el consumo o la eliminación.

Resistencias ambiguas

Momentos como el de Marina, que invierte la lógica sexual carcelaria al atar a un cliente —desobedeciendo el pedido de sexo oral y apropiándose momentáneamente del control de su cuerpo—, o el de la Zurda, que responde a la tentativa de violación de un guardia mordiéndole el miembro, ilustran formas parciales de resistencia. Estos actos de insumisión evidencian que incluso en contextos de sometimiento extremo emergen fisuras en el dispositivo disciplinario. Sin embargo, tales gestos no alcanzan a desestabilizar el régimen estructural: el sistema continúa reproduciéndose y hasta la rebeldía se inscribe dentro de los marcos de violencia sexual y económica que lo sostienen. En este sentido, Butler (2004) advierte que la agencia en condiciones de precariedad nunca es absoluta, sino siempre condicionada por el mismo entramado de poder que se busca subvertir.

Reflexión final

El relato penitenciario analizado no se limita a exponer violencia; construye una pedagogía sobre la vida de las mujeres encarceladas: cuerpos disciplinados, sexualizados, mercantilizados y, en muchos casos, apropiados por el Estado que decide quién se queda y quién se va, quién vive y quién muere. La violencia patriarcal se representa como ubicua: adentro y afuera de la cárcel. Las escenas funcionan como alegoría del sistema social en general, donde el castigo, el deseo y el mercado se entrecruzan en torno a la figura de la mujer marginalizada.

Sin embargo, aun en ese espacio saturado de control, emergen líneas de fuga: cuerpos que se rebelan en gestos mínimos pero disruptivos (como la inversión de la escena sexual o la violencia ejercida contra un guardia violador); comunidades de afecto y solidaridad que desobedecen el aislamiento impuesto; narraciones que hacen visible lo que se pretende ocultar; desplazamientos metafóricos que enlazan la opresión carcelaria con otras formas de explotación (animal, ecológica, social). Son fugas inestables y precarias, pero suficientes para demostrar que el poder nunca es absoluto.

En ese sentido, el relato interpela más allá de la cárcel: si adentro se despliegan pedagogías de sumisión y resistencia, ¿qué formas de vida, qué nuevas resistencias o continuidades se harán posibles afuera, cuando la libertad se recupere?

Alejandra Porchiia

viernes, 8 de agosto de 2025

I Origins y la certeza de la duda


 ¿Y si nuestras almas se reciclaran?



(Alerta de spoiler)

Presentada en el Festival de Cine de Sundance en 2014, I Origins, dirigida por Mike Cahill y protagonizada por Michael Pitt, Brit Marling y Àstrid Bergès-Frisbey, es una joya del cine independiente que nos sumerge en un drama tan inquietante como hipnótico.

Once años después de su estreno, llegué a esta película —gracias Myriam por la recomendación— y quedé absolutamente flipando. Tiene un cierre perfecto, incluso en su escena postcréditos, donde ya se insinuaba la biometría como herramienta científica mucho antes de que este debate se volviera cotidiano.

La historia sigue a Ian Gray, científico biomolecular obsesionado con refutar la idea de que el ojo humano es obra de un “arquitecto de la vida” (visión creacionista). Para él, todo es evolución… hasta que aparece Sofi, una joven misteriosa que conoce en una fiesta, enmascarada, mostrando únicamente sus ojos. Fascinado, Ian le toma una foto, sin sospechar que esa mirada derrumbará muchas de sus certezas.

Ella lo introduce en un mundo espiritual que él desprecia… hasta que una tragedia y la muerte los separan.

Tiempo después, Ian inicia una relación con su asistente —una “Milena Maric” de la vida—, Karen, con quien tiene un hijo, Tobías. La vida parece estabilizarse hasta que aparece la Dra. Jane Simmons, quien bajo la excusa de detectar un posible trastorno en el niño, le realiza pruebas que en realidad buscan otra cosa: comprobar si es un alma reencarnada.

En una conversación clave, Kenny —amigo de Ian y programador en una empresa de datos biométricos— aclara que la identificación por iris no depende del color, sino de patrones únicos de criptas, surcos y texturas. Y lanza, entre sonrisas: “Eso sería estadísticamente imposible” al hablar de reencarnación.

Pero lo “imposible” se tambalea cuando, buscando patrones de iris duplicados, encuentran en la India a una persona con el mismo patrón que Sofi… y con un registro de tres meses atrás, pese a que ella había muerto siete años antes.

Karen impulsa a Ian a viajar. Tras meses de búsqueda, encuentra a Salomina, una niña con los ojos exactos a los de Sofi. La invita a comer y le hace pruebas: apenas supera el 40%. La ciencia podría descartarla, pero Ian ya ha sentido grietas en su inclinación a lo racional y tengo al menos dos hechos que lo comprueban:

  • Cuando se incomodó con el perfume de una camarera, como si despertara un recuerdo ajeno a su vida presente.

  • Cuando subió por las escaleras junto a Salomina en lugar de ir por el ascensor, mientras que el “hombre de Dios” que conoció en el hotel sí lo hace...

Y luego, amigas, la secuencia que nos muestran que bajarán en ascensor se convierte en un momento clave: Ian puede decir adiós a Sofi. Como canta The Do: “Don’t be tempted to look back”.

La escena postcréditos es pura piel de gallina: la Dra. Simmons revisa la base de patrones duplicados y vemos desfilar figuras históricas, algunas malvadas, otras heroicas. Y una pregunta entre tantas queda flotando:
¿Estamos condenados a un bucle eterno?


Alejandra Porchiia ❤

martes, 5 de agosto de 2025


Harry o el intento imposible de encarnar el Ideal

Cuerpos masculinos y mercado del afecto en Materialistas


En Materialistas (2025), Céline Song no solo deconstruye la figura de la mujer dentro del mercado del afecto: también expone las fisuras del cuerpo masculino que intenta, y falla, en su esfuerzo por representar la figura del "ideal". Harry (Pedro Pascal) es millonario, sofisticado, sensible, generoso, pero hay algo que lo vuelve inadecuado en el mundo que él mismo habita: su cuerpo no encaja.

Harry se rompió los huesos para crecer unos centímetros. La frase aparece en la película como una revelación íntima, pero no es anecdótica: es el corazón del personaje. En una sociedad donde el amor se negocia, y los hombres ricos compran acceso al deseo a cambio de estatus y protección, Harry necesita ajustarse físicamente a la norma. No alcanza con tener dinero; debe tener también altura, raza, linaje y presencia. Harry compra parte de eso con cirugía, pero lo demás no lo puede modificar: su cuerpo es moreno, su acento y sus gestos no pertenecen a la elite blanca neoyorquina que intenta cortejar.

La directora lo encuadra siempre como un cuerpo fuera de lugar, incluso en los momentos donde debería brillar. La escena en que baila en la gala de beneficencia no lo muestra dominante ni central: aparece feliz pero vulnerable, casi torpe, como si intentara ocupar un lugar que nunca le es del todo propio. El cuerpo de Harry recuerda que el patriarcado también produce víctimas dentro del campo masculino, especialmente cuando el modelo a cumplir es inalcanzable. Como diría Paul B. Preciado, el cuerpo se convierte en una tecnología de ajuste: se moldea, se reconfigura, se adapta a un mercado de deseo que lo supera.

Pero Harry no es un “aliado” ni un “hombre bueno” en términos ingenuos. Es un personaje profundamente complejo: tiene poder, sí, pero también tiene miedo a mostrarse vulnerable. Su riqueza no lo salva de ser descartado por la mirada blanca que no lo reconoce como propio. Intenta compensarlo con romanticismo, con sensibilidad, con gestos cuidados, pero incluso en su vínculo con Lucy queda claro que, aunque él ofrece amor, también busca valor. Su deseo por Lucy no es desinteresado: necesita que ella lo confirme como deseable, como correcto, como suficiente.

Recordemos cuando se confiesa con Lucy y le dice: “El cuerpo es como un departamento, uno invierte para recuperar valor, simplemente uno vale más.” La frase no se refiere sólo a la altura: es una confesión de clase, de raza, de deseo.  “Valer más” es pertenecer a un club simbólico que le fue negado desde siempre. Pero también es violencia: nadie se rompe los huesos sin dolor, sin miedo, sin costo. En ese gesto quirúrgico y cruel, Harry sintetiza toda la lógica del mercado romántico contemporáneo: nadie accede al amor sin sacrificar parte de su cuerpo, de su historia, de su verdad.

Lucy lo ve y, en lugar de enamorarse de su vulnerabilidad, lo reconoce como par. Ella también se rompió simbólicamente: se ofreció como cuerpo negociable en una economía donde las mujeres son elegidas por su capital erótico o social. Ambos están rotos. Ambos, a su modo, actúan. La diferencia es que Harry cree que aún puede ganar; Lucy ya sabe que lo único que queda es sostenerse dignamente.


Epílogo: un príncipe fuera del cuento

Harry es la inversión del “príncipe azul”: tiene el castillo, el dinero, el deseo, pero no el cuerpo correcto. Song lo construye como un sujeto híbrido: sensible pero artificial, amoroso pero funcional, poderoso pero expulsado. En él, la película evidencia que incluso en la cima del sistema capitalista afectivo, la norma blanca sigue siendo soberana. Ni el dinero ni el amor genuino bastan cuando el cuerpo no encaja en la gramática del poder.

Harry no es el villano. Tampoco es el héroe. Es apenas un hombre que lo intentó todo para pertenecer. Pero en Materialistas, eso nunca alcanza.


Alejandra Porchiia

 

 




Materialistas: el mercado del afecto y los cuerpos fuera de norma.

Un análisis feminista del film de Céline Song.



Céline Song, directora de Materialistas (2024), construye una película en apariencia ligera pero profundamente corrosiva sobre el afecto como mercancía. La anécdota biográfica de Song como casamentera, lejos de ser un detalle menor, funciona como clave de lectura: los vínculos románticos no son libres, sino regulados por lógicas de mercado, clase y raza. En ese sentido, la protagonista Lucy (Dakota Johnson) encarna un personaje atravesado por la contradicción: se gana la vida organizando matrimonios funcionales mientras sobrevive como cuerpo fuera de catálogo en un mundo donde el deseo también cotiza en bolsa.

Lucy no es un personaje plano. Es un cuerpo lúcido, como sugiere su nombre, que transita el mundo con la conciencia brutal de que su única forma de entrar en el juego es adaptarse. No tiene riqueza, ni linaje, ni belleza normativa en los términos que exige la elite para sus mujeres. Tiene, en cambio, la capacidad de actuar, de leer al otro, de decir lo que se espera que diga. Esa actuación no es un disfraz: es su forma de habitar el mundo.

Escena 1: la novia que duda

La escena con Charlotte —una clienta que entra en crisis antes de casarse— condensa el corazón del conflicto. Charlotte dice: “Soy una mujer moderna, podría ser quien quiera, pero elegí ser una novia.” Este discurso, heredero del feminismo liberal, encubre la estructura opresiva bajo el ropaje de la libertad de elección. Pero enseguida se fisura: Charlotte se casa para humillar a su hermana. El deseo no es libre, sino condicionado por la competencia femenina. Lucy, lejos de juzgarla, la sostiene. Le devuelve la lógica del sistema con una frase quirúrgica: “Entonces te hace sentir valiosa.” La lógica afectiva capitalista: no importan los sentimientos, sino el valor simbólico que se obtiene al ser deseada, elegida, comprada. Simone de Beauvoir ya lo había dicho: no se nace mujer, se llega a serlo, bajo ciertas condiciones que garantizan esa conversión en objeto valioso.

Escena 2: Sophie y los cuerpos sin nicho

La conversación entre Lucy y su jefa acerca de Sophie es brutal: “Con ella la tenemos difícil. No hay mercado para ese cuerpo.” El cuerpo racializado, fuera de las normas hegemónicas de belleza, es expulsado del circuito del deseo. Acá la película roza una lectura interseccional potente: no solo se comercia con afecto, sino que hay cuerpos que ni siquiera califican para entrar en ese mercado. Como diría Sara Ahmed, ciertos cuerpos “no encajan” y, por lo tanto, no generan orientación afectiva ni posibilidad de reciprocidad: están fuera del mapa del amor.

Escena 3: el gesto de darse como única mercancía

Cuando Lucy le confiesa a Harry que no tiene nada que ofrecerle excepto su cuerpo, y que un hombre como él solo la desearía una vez, despliega el punto de quiebre de la película. Es un momento de vulnerabilidad cruda: su cuerpo, desgastado por el uso simbólico, ya ni siquiera garantiza acceso sostenido al deseo. Lo que ofrece, entonces, es su percepción de él: “Me hacés sentir valiosa.” Se invierte la escena de Charlotte: ahora ella es la que suplica valor simbólico a través de la mirada del otro. La estructura se repite: las mujeres se espejan, se intercambian roles, pero nunca logran escapar del sistema que las mide en términos de utilidad emocional o capital erótico.

Podemos leer este momento desde Silvia Federici: los cuerpos femeninos son terreno de disputa económica desde la acumulación originaria hasta la vida contemporánea. Lucy ofrece lo único que tiene: su capacidad de actuar y un cuerpo que sabe que ya no es novedad. Lo que pone en juego no es el amor, sino la supervivencia.


Conclusión:

Materialistas es una sátira disfrazada de comedia romántica. Bajo su superficie encantadora, late una crítica feroz al mercado del afecto, a la economía erótica contemporánea y a los modos en que las mujeres negocian su valor en un mundo que aún las mide como objetos de deseo o inversión simbólica. Lucy es camaleónica no por conveniencia sino por necesidad. No elige actuar: actúa para no desaparecer. Su “lucidez” no es iluminadora sino dolorosa: ve lo que hay y lo soporta con la dignidad de quien ya entendió que el amor, en este sistema, siempre tiene precio.


Alejandra Porchiia ❤