jueves, 30 de octubre de 2025

El eco del Creador: libertad y condena en el monstruo de Shelley

Sobre el libre albedrío y la caída del Monstruo 





Frankestein de Guillermo del Toro tiene un enfoque gótico y romántico. En esta historia basada en la novela homónima de Mary Shelley (1818), se le otorga voz a la criatura, un ser puro en búsqueda de amor e identidad que es escupido al mundo en contra de su voluntad. 

Para este breve análisis solo me referiré a la segunda parte de la película, que es en la que la criatura nos pondrá en contexto al contar su parte de la historia.

Arranquemos con una frase de la novela El Paraíso Perdido, de John Milton con la que comienza el libro. La misma deviene en un reclamo constante en el film: “¿Te pedí por ventura, Creador, que transformaras en hombre este barro del que vengo? ¿Te imploré alguna vez que me sacaras de la obscuridad?”.  En esta queja que se torna interpelación ontológica, la criatura reclama por el abandono, pero también por una existencia que jamás pidió. Se resquebraja entonces la idea del libre albedrío porque este presupone una voluntad previa, una conciencia que elige. 

En el film los lamentos por no tener a nadie quien lo ame, que acaricie su cabeza tal como hacían en la cabaña del anciano los humanos que allí moraban, alguien con quien compartir una lectura, una palabra, un abrazo o el bello aroma de una flor, construyen lentamente la figura de una otredad dañina que se llena de odio y rencor pero que en oportunidades nos sorprende al mostrar que a través de todo lo aprendido desde que es abandonado por su creador sabe consensuar y escuchar, aunque la ira pretenda nublarlo. 

Hay una paradoja que late en la obra de John Milton: Eva y Adán son “libres” pero nacen dentro de un sistema que ya está diseñado por un Dios, y en la obra de Shelley como en el film, esa tensión se radicaliza: el creador, un humano, Víctor Frankenstein, juega a ser Dios, pero abandona su obra dejando a la criatura libre, sin orientación moral ni afectiva. Es la libertad producto del exilio, no de una elección. 

El eco Miltoniano resuena y en él la idea del Paraíso Perdido. En el caso de la obra de Milton es Satán quien cuando cae se pregunta si acaso su rebelión era inevitable o si tal vez él pudo haber sido otro. 
 
La criatura de Víctor refleja esa lucidez trágica que comprende cómo y porqué fue creada pero no amada. Además, entiende que su voluntad está signada por la necesidad. La necesidad de ser reconocido por su hacedor, de ser aceptado. 

En ambos casos, tanto Satán como el monstruo encarnan el fracaso del libre albedrío. Son libres solo para sufrir las consecuencias de un orden que no eligieron. El ser humano devenido monstruo despierta en un mundo que no pidió y su drama consiste en tener que inventarle un sentido. 

El monstruo se vuelve una voz filosófica que nos recuerda que la libertad no nace con nuestra llegada el mundo sino con la conciencia del absurdo de haber nacido sin elección. Y es en esa conciencia dolorosa, lúcida y rebelde, donde late la verdadera humanidad. 
Una idea queda flotando en el aire: si no existe el libre albedrío, habrá que hacerse a como de lugar, libre.




lunes, 20 de octubre de 2025

Ed Gein: el monstruo que nació del hogar

 




Lectura de la serie “Monstruo”

Ed Gein, conocido como el asesino de Plainfield, es presentado en la serie Monstruo con un perfil casi aniñado: su andar es lento, su habla pausada y su personalidad parece dominada por la timidez. Creció en un hogar profundamente opresivo, bajo la tutela de una madre ultrarreligiosa que le inculcó la idea de que el sexo con una mujer era pecado. Esa represión origina un trauma que se traduce en una disociación entre cuerpo y mente, en una supuesta desconexión de su sexualidad en palabras del protagonista.

Maternidad como eje del trauma

La madre de Ed vive agobiada por la crianza de los hijos y por la mala vida producto del casamiento con un hombre alcohólico, inútil y violento. Ella se vuelve sobreprotectora, coarta la libertad de sus hijos por miedo y resentimiento, pero su recelo es más fuerte con Ed debido a que al parecer es débil mental. En una escena impactante en la que discute con su esposo y este la golpea (Augusta le devuelve el golpe y lo echa) ella le grita a Ed que no debe tocar jamás a una mujer ni imponerle a una el peso de un hijo porque pasan cosas como lo que le ha sucedido a ella hasta ahora. Y sentencia: “debería castrarte”. Freud diría que hay aquí un desplazamiento del objeto del odio: lo que no puede ejercer sobre el marido —porque la ley patriarcal la subordina— lo ejerce sobre el hijo, donde sí tiene poder.
El resultado es un vínculo de ambivalencia extrema: lo ama y lo odia, lo protege y lo destruye, lo necesita y lo repudia.

En medio de esta loca dinámica familiar nos presentan a Alfred Hitchcock. Lo vemos como un observador que diluye las fronteras entre lo real y lo ficcional mientras piensa en cómo llevará a la pantalla grande el film Psicosis, basado en el libro de Robert Bloch. Ya tiene elegido a un actor capaz de encarnar a Norman Bates,que a su vez está inspirado en la figura de Gein: un hombre en estado liminal, invadido por los fantasmas del asesino en su fuero más íntimo.

A medida que avanzan los capítulos, Ed intenta liberarse del yugo maternal. Gracias a Adeline, con quien planea casarse, consigue un empleo de niñero. Sin embargo, lo pierde el mismo día: lleva a los niños a su casa sin el consentimiento de sus padres. Allí les muestra sus máscaras y hace trucos de magia, con un placer inquietante por el miedo ajeno. Ese gesto anticipa la violencia: más tarde secuestrará y asesinará a la antigua niñera de los niños en venganza por haberle quitado aquella oportunidad.

Hitchcock y el terror sexual

El estreno de Psicosis conmociona al público. La crudeza de la película marca una ruptura en la narrativa cinematográfica. En una escena, un personaje practica sexo oral mientras de fondo se proyecta el film: una superposición entre deseo y represión. El protagonista no quiere ser un monstruo; busca aceptación, pero su represión lo corroe y no es otro más que el actor que le da vida a Bates en el film.

Hitchcock, en una reflexión metacinematográfica, señala que la narrativa del cine ha cambiado: ahora triunfa el terror sexual y por ello, la audiencia también ha cambiado.

El cuerpo como monstruo contemporáneo

El salto a The Texas Chain Saw Massacre es inevitable. Leatherface, como Gein, encarna lo reprimido, lo que la sociedad busca ocultar, curar, silenciar. Su grito —“Soy una travesti lésbica y caníbal”— desarma las categorías binarias y revela una verdad brutal: los monstruos no se crean solos. Son producto de estructuras familiares, sociales y biológicas que dictan lo que un cuerpo “debe ser”.

El mandato del cuerpo

Adeline representa otro costado de la represión. Se entrega a un joven que desea algo que ella no puede darle, porque sueña con pertenecer al mundo del arte. Su madre la presiona para que se convierta en “una mujer del hogar”, pero Adeline resiste: busca el mando sobre su propio cuerpo-territorio.

En una escena conmovedora, la madre confiesa que intentó abortarla arrojándose por las escaleras. Surge entonces una pregunta que atraviesa toda la historia: ¿qué reciben las madres por soportar el dolor de criar? Adeline, desafiando los mandatos, besa a Ed con deseo. La maternidad no deseada vuelve a ocupar el centro del relato.

La escena del horror

El capítulo seis nos muestra a Bernice Worden, una mujer controladora. Ed tiene relaciones con ella, pero pronto oye la voz de su madre acusándola de promiscua y portadora de sífilis. La mujer se convierte en demonio a sus ojos. La asesina.

El descubrimiento posterior es espeluznante: vaginas guardadas en cajas, trajes de piel femenina, cabezas, corazones, cuerpos eviscerados, lámparas y cuencos hechos con cráneos humanos. Polillas revolotean como presagio del horror. Un periódico roído por las ratas anuncia la muerte de Mussolini: el mundo externo también está podrido. Los peritos fotografían todo; Ed dice no recordar nada.

Cuando subastan sus pertenencias, la gente se ríe de las máscaras, las toca, las usa para asustar. Alguien comenta: la guerra aumentó la maldad. Surge de nuevo la pregunta: ¿quién es el monstruo?

Del cine al mito

El eco de Gein llega al cine y la literatura: inspira a Norman Bates (Psicosis), a Buffalo Bill (El silencio de los inocentes), y a Leatherface (The Texas Chain Saw Massacre). Desde la cárcel, intercambia cartas con asesinos reales como es el caso de Richard Speck quien le confiesa que tiene un fan que planea matar mujeres en una universidad (Ted Bundy). Incluso delira creyendo hablar por radio con Ilse Koch, la “Zorra de Buchenwald”, y con Christine Jorgensen (les había mandado radios que jamás llegaron a destino), una mujer trans pionera. Comprende —o delira comprendiendo— que siempre habló consigo mismo y con su psiquiatra.

Ed muere medicado en el manicomio, fantaseando que lo acompañan los fantasmas de otros asesinos: Manson, Bundy, Brudos, Birdman, Buffalo Bill y tantos otros.

Su historia deja una huella indeleble: sus crímenes fueron detonantes en la construcción del horror moderno. Hitchcock ya lo advirtió: el asesino contemporáneo no viene del espacio, de Egipto o de Transilvania. Lo peor puede llegarnos a través de ese vecino amable. El terror ya no es sobrenatural, sino psicológico.

 

Posdata: Robert Bloch escribió Psicosis en 1959, inspirado en Lovecraft y, sobre todo, en Ed Gein. Desde entonces, el horror dejó de ser externo para volverse íntimo: el monstruo es humano.


Alejandra Porchiia ❤

lunes, 13 de octubre de 2025

La chica de la aguja: un cuento gótico de posguerra


La chica de la aguja se sitúa en el Copenhague de posguerra, un espacio devastado no solo material, sino también moralmente.





El film parte de hechos reales —la historia de Dagmar Overbye, condenada en 1921 por asesinar bebés de madres solteras—, pero von Horn los reinterpreta desde el prisma de un drama psicológico gótico.

La protagonista, Karoline, una costurera sin hogar, encarna el cuerpo femenino como territorio de sufrimiento, deseo y explotación. Su tránsito por las calles, las fábricas y los espacios domésticos sucios configura un relato visual donde el horror social se confunde con el horror íntimo.

La película no busca el morbo del crimen, sino la raíz estructural de la desesperación femenina: la falta de elección.


 1. Falta de elección femenina

En la posguerra, el cuerpo femenino queda atrapado entre la miseria y la moral.
Karoline, embarazada y sin recursos, es empujada a un entorno donde cada opción implica una pérdida: su autonomía o la maternidad.

Von Horn retrata con precisión cómo la gestación impuesta se vuelve una condena social. La mujer pobre no tiene lugar ni en el trabajo ni en el hogar; su cuerpo se convierte en una mercancía de supervivencia, ofrecida a quienes gestionan el dolor ajeno como negocio.

Dagmar, la matrona que administra adopciones ilegales, aparece así como el reflejo monstruoso del sistema patriarcal: una mujer que reproduce las mismas violencias que la oprimieron, usando la maternidad como moneda de poder.

La película convierte esa falta de elección en el verdadero motor del horror, más perturbador que cualquier asesinato: el horror de no poder decidir sobre la propia vida.


 2. Desesperación y supervivencia

El relato desciende progresivamente a un mundo donde la moral se disuelve bajo el hambre.
Karoline, que al principio parece la víctima absoluta, se ve empujada a decisiones que la acercan a la crueldad: el límite entre víctima y victimaria se borra.

Von Horn plantea una pregunta ética brutal:

¿Qué significa “sobrevivir” en un contexto donde la supervivencia exige la deshumanización?

El guion muestra cómo la miseria produce un sistema de canibalismo social: todos se aprovechan de todos. La desesperación ya no es un estado emocional, sino un paisaje colectivo.


 3. Ambigüedad moral

Uno de los mayores logros del film es evitar los binarismos.
No hay inocentes puros ni monstruos absolutos.

  • Karoline: es víctima del abandono, pero también cómplice de un sistema que trafica vidas.

  • Dagmar: actúa con frialdad, pero su brutalidad surge de la misma estructura que la aplastó.

Von Horn se sitúa en la tradición del realismo gótico —a la manera de Dreyer o Bergman—, donde los personajes son devorados por sus dilemas éticos.
El resultado es un horror moral, más inquietante que el físico, donde cada gesto de compasión puede volverse siniestro.


 4. Horror gótico y atmósfera expresionista

Visualmente, La chica de la aguja trabaja con una poética de la penumbra.
La fotografía en blanco y negro convierte cada rincón de Copenhague en un espacio espectral. Las calles adoquinadas, los talleres y las casas en ruinas forman un escenario cerrado, húmedo, casi uterino, donde la luz no libera, sino que acentúa la condena.

El blanco y negro no busca la nostalgia histórica, sino la abstracción moral: como en el expresionismo alemán, la luz se vuelve una metáfora del juicio y la culpa.

Los rostros filmados con fuertes contrastes parecen máscaras, gárgolas o santos martirizados. Esa estética remite a la iconografía religiosa del sufrimiento femenino despojada de toda redención.

Von Horn construye así una fábula gótica contemporánea, donde el infierno no es sobrenatural: es social.


 5. El sonido como tortura sensorial

La banda sonora cumple un papel central en el terror psicológico.
Los llantos de bebés, repetidos como eco, funcionan como un recordatorio constante del crimen y la culpa.
La música atonal, con notas disonantes y silencios abruptos, reproduce la tensión del cuerpo femenino en crisis, ese cuerpo que se contrae ante un mundo que lo castiga por existir.

El sonido no acompaña la imagen: la violenta. Cada chillido o crujido funciona como un látigo auditivo, poniendo al espectador dentro de la claustrofobia de Karoline.


 6. Estilo y técnica: el cuerpo como texto

La aguja del título opera como símbolo polivalente:

  • Es herramienta de trabajo y de dolor.

  • Cose y perfora, une y destruye.

Karoline, costurera, intenta “remendar” su vida con los mismos instrumentos que la lastiman.
El film borda visualmente la metáfora de una mujer que intenta coser una existencia en un mundo que la descose.

Cada plano parece hilvanado a mano: cámara fija, composición simétrica, ritmo lento. Von Horn apuesta por un tempo hipnótico, donde el horror no estalla sino que se infiltra como una puntada bajo la piel.


7. Relevancia actual

Aunque ambientada en el pasado, La chica de la aguja dialoga directamente con las luchas feministas contemporáneas:

  • el derecho a decidir

  • la criminalización de la pobreza

  • la persistencia del control sobre el cuerpo femenino

El film recuerda que la falta de elección sigue siendo un dispositivo de opresión moderno.
Las madres solteras de posguerra encuentran su eco en las mujeres que hoy enfrentan legislaciones restrictivas, estigmas y violencias institucionales.

Von Horn, sin hacer panfleto, logra un alegato visual contra el patriarcado: muestra que el verdadero terror no proviene de la oscuridad externa, sino de las estructuras sociales que convierten el cuerpo de la mujer en campo de batalla.


Conclusión: la aguja como emblema del horror femenino

La chica de la aguja no es sólo una película sobre crímenes infantiles, sino una meditación sobre el costo del dolor femenino en la historia.
El horror se susurra entre sombras, se entrecose en silencio.

Von Horn transforma un hecho histórico en una elegía visual sobre la culpa colectiva, la pobreza y la maternidad forzada, devolviéndonos algunas preguntas:

¿Cuántas Karoline siguen existiendo hoy, atrapadas en sistemas que las obligan a sobrevivir cosiendo sus heridas con la misma aguja que las hiere?

          ¿Es Dagmar el único monstruo, o solo el espejo de una monstruosidad colectiva?

         ¿Y realmente aquella sociedad de posguerra es tan distinta de la nuestra?


 

Alejandra Porchiia ❤