Sobre el libre albedrío y la caída del Monstruo
En Peón Ocho leemos libros, vemos series y analizamos ficciones con una lupa propia. Lo cotidiano y lo simbólico se entrelazan en cada entrada. Porque la cultura también se juega.
jueves, 30 de octubre de 2025
El eco del Creador: libertad y condena en el monstruo de Shelley
lunes, 20 de octubre de 2025
Ed Gein: el monstruo que nació del hogar
Lectura de la serie “Monstruo”
Ed Gein,
conocido como el asesino de Plainfield, es presentado en la serie Monstruo
con un perfil casi aniñado: su andar es lento, su habla pausada y su
personalidad parece dominada por la timidez. Creció en un hogar profundamente
opresivo, bajo la tutela de una madre ultrarreligiosa que le inculcó la idea de
que el sexo con una mujer era pecado. Esa represión origina un trauma que se
traduce en una disociación entre cuerpo y mente, en una supuesta desconexión de
su sexualidad en palabras del protagonista.
Maternidad como eje del trauma
La madre de
Ed vive agobiada por la crianza de los hijos y por la mala vida producto del
casamiento con un hombre alcohólico, inútil y violento. Ella se vuelve
sobreprotectora, coarta la libertad de sus hijos por miedo y resentimiento,
pero su recelo es más fuerte con Ed debido a que al parecer es débil mental. En
una escena impactante en la que discute con su esposo y este la golpea (Augusta
le devuelve el golpe y lo echa) ella le grita a Ed que no debe tocar jamás a
una mujer ni imponerle a una el peso de un hijo porque pasan cosas como lo que
le ha sucedido a ella hasta ahora. Y sentencia: “debería castrarte”.
Freud diría que hay aquí un desplazamiento del objeto del odio: lo
que no puede ejercer sobre el marido —porque la ley patriarcal la subordina— lo
ejerce sobre el hijo, donde sí tiene poder.
El resultado es un vínculo de ambivalencia
extrema: lo ama y lo odia, lo protege y lo destruye, lo necesita y lo
repudia.
En medio de
esta loca dinámica familiar nos presentan a Alfred Hitchcock. Lo vemos como un
observador que diluye las fronteras entre lo real y lo ficcional mientras
piensa en cómo llevará a la pantalla grande el film Psicosis, basado en
el libro de Robert Bloch. Ya tiene elegido a un actor capaz de encarnar a
Norman Bates,que a su vez está inspirado en la figura de Gein: un hombre en
estado liminal, invadido por los fantasmas del asesino en su fuero más íntimo.
A medida
que avanzan los capítulos, Ed intenta liberarse del yugo maternal. Gracias a
Adeline, con quien planea casarse, consigue un empleo de niñero. Sin embargo,
lo pierde el mismo día: lleva a los niños a su casa sin el consentimiento de
sus padres. Allí les muestra sus máscaras y hace trucos de magia, con un placer
inquietante por el miedo ajeno. Ese gesto anticipa la violencia: más tarde
secuestrará y asesinará a la antigua niñera de los niños en venganza por
haberle quitado aquella oportunidad.
Hitchcock y el terror sexual
El estreno
de Psicosis conmociona al público. La crudeza de la película marca una
ruptura en la narrativa cinematográfica. En una escena, un personaje practica
sexo oral mientras de fondo se proyecta el film: una superposición entre deseo
y represión. El protagonista no quiere ser un monstruo; busca aceptación, pero
su represión lo corroe y no es otro más que el actor que le da vida a Bates en
el film.
Hitchcock,
en una reflexión metacinematográfica, señala que la narrativa del cine ha
cambiado: ahora triunfa el terror sexual y por ello, la audiencia
también ha cambiado.
El cuerpo como monstruo contemporáneo
El salto a The
Texas Chain Saw Massacre es inevitable. Leatherface, como Gein, encarna lo
reprimido, lo que la sociedad busca ocultar, curar, silenciar. Su grito —“Soy
una travesti lésbica y caníbal”— desarma las categorías binarias y revela una
verdad brutal: los monstruos no se crean solos. Son producto de estructuras
familiares, sociales y biológicas que dictan lo que un cuerpo “debe ser”.
Adeline
representa otro costado de la represión. Se entrega a un joven que desea algo
que ella no puede darle, porque sueña con pertenecer al mundo del arte. Su
madre la presiona para que se convierta en “una mujer del hogar”, pero Adeline
resiste: busca el mando sobre su propio cuerpo-territorio.
En una
escena conmovedora, la madre confiesa que intentó abortarla arrojándose por las
escaleras. Surge entonces una pregunta que atraviesa toda la historia: ¿qué
reciben las madres por soportar el dolor de criar? Adeline, desafiando los
mandatos, besa a Ed con deseo. La maternidad no deseada vuelve a ocupar el
centro del relato.
La escena del horror
El capítulo
seis nos muestra a Bernice Worden, una mujer controladora. Ed tiene relaciones
con ella, pero pronto oye la voz de su madre acusándola de promiscua y
portadora de sífilis. La mujer se convierte en demonio a sus ojos. La asesina.
El
descubrimiento posterior es espeluznante: vaginas guardadas en cajas, trajes de
piel femenina, cabezas, corazones, cuerpos eviscerados, lámparas y cuencos
hechos con cráneos humanos. Polillas revolotean como presagio del horror. Un
periódico roído por las ratas anuncia la muerte de Mussolini: el mundo externo
también está podrido. Los peritos fotografían todo; Ed dice no recordar nada.
Cuando
subastan sus pertenencias, la gente se ríe de las máscaras, las toca, las usa
para asustar. Alguien comenta: la guerra aumentó la maldad. Surge de
nuevo la pregunta: ¿quién es el monstruo?
Del cine al mito
El eco de
Gein llega al cine y la literatura: inspira a Norman Bates (Psicosis), a
Buffalo Bill (El silencio de los inocentes), y a Leatherface (The
Texas Chain Saw Massacre). Desde la cárcel, intercambia cartas con asesinos
reales como es el caso de Richard Speck quien le confiesa que tiene un fan que
planea matar mujeres en una universidad (Ted Bundy). Incluso delira creyendo
hablar por radio con Ilse Koch, la “Zorra de Buchenwald”, y con Christine
Jorgensen (les había mandado radios que jamás llegaron a destino), una mujer
trans pionera. Comprende —o delira comprendiendo— que siempre habló consigo
mismo y con su psiquiatra.
Ed muere
medicado en el manicomio, fantaseando que lo acompañan los fantasmas de otros
asesinos: Manson, Bundy, Brudos, Birdman, Buffalo Bill y tantos otros.
Su historia
deja una huella indeleble: sus crímenes fueron detonantes en la construcción
del horror moderno. Hitchcock ya lo advirtió: el asesino contemporáneo no viene
del espacio, de Egipto o de Transilvania. Lo peor puede llegarnos a través de
ese vecino amable. El terror ya no es sobrenatural, sino psicológico.
Posdata: Robert
Bloch escribió Psicosis en 1959, inspirado en Lovecraft y, sobre todo,
en Ed Gein. Desde entonces, el horror dejó de ser externo para volverse íntimo:
el monstruo es humano.
Alejandra Porchiia ❤
lunes, 13 de octubre de 2025
La chica de la aguja: un cuento gótico de posguerra
La chica de la aguja se sitúa en el Copenhague de posguerra, un espacio devastado no solo material, sino también moralmente.
La protagonista, Karoline, una costurera sin hogar, encarna el cuerpo femenino como territorio de sufrimiento, deseo y explotación. Su tránsito por las calles, las fábricas y los espacios domésticos sucios configura un relato visual donde el horror social se confunde con el horror íntimo.
La película no busca el morbo del crimen, sino la raíz estructural de la desesperación femenina: la falta de elección.
1. Falta de elección femenina
En la posguerra, el cuerpo femenino queda atrapado entre la miseria y la moral.
Karoline, embarazada y sin recursos, es empujada a un entorno donde cada opción implica una pérdida: su autonomía o la maternidad.
Von Horn retrata con precisión cómo la gestación impuesta se vuelve una condena social. La mujer pobre no tiene lugar ni en el trabajo ni en el hogar; su cuerpo se convierte en una mercancía de supervivencia, ofrecida a quienes gestionan el dolor ajeno como negocio.
Dagmar, la matrona que administra adopciones ilegales, aparece así como el reflejo monstruoso del sistema patriarcal: una mujer que reproduce las mismas violencias que la oprimieron, usando la maternidad como moneda de poder.
La película convierte esa falta de elección en el verdadero motor del horror, más perturbador que cualquier asesinato: el horror de no poder decidir sobre la propia vida.
2. Desesperación y supervivencia
El relato desciende progresivamente a un mundo donde la moral se disuelve bajo el hambre.
Karoline, que al principio parece la víctima absoluta, se ve empujada a decisiones que la acercan a la crueldad: el límite entre víctima y victimaria se borra.
Von Horn plantea una pregunta ética brutal:
¿Qué significa “sobrevivir” en un contexto donde la supervivencia exige la deshumanización?
El guion muestra cómo la miseria produce un sistema de canibalismo social: todos se aprovechan de todos. La desesperación ya no es un estado emocional, sino un paisaje colectivo.
3. Ambigüedad moral
Uno de los mayores logros del film es evitar los binarismos.
No hay inocentes puros ni monstruos absolutos.
-
Karoline: es víctima del abandono, pero también cómplice de un sistema que trafica vidas.
-
Dagmar: actúa con frialdad, pero su brutalidad surge de la misma estructura que la aplastó.
Von Horn se sitúa en la tradición del realismo gótico —a la manera de Dreyer o Bergman—, donde los personajes son devorados por sus dilemas éticos.
El resultado es un horror moral, más inquietante que el físico, donde cada gesto de compasión puede volverse siniestro.
4. Horror gótico y atmósfera expresionista
Visualmente, La chica de la aguja trabaja con una poética de la penumbra.
La fotografía en blanco y negro convierte cada rincón de Copenhague en un espacio espectral. Las calles adoquinadas, los talleres y las casas en ruinas forman un escenario cerrado, húmedo, casi uterino, donde la luz no libera, sino que acentúa la condena.
El blanco y negro no busca la nostalgia histórica, sino la abstracción moral: como en el expresionismo alemán, la luz se vuelve una metáfora del juicio y la culpa.
Los rostros filmados con fuertes contrastes parecen máscaras, gárgolas o santos martirizados. Esa estética remite a la iconografía religiosa del sufrimiento femenino despojada de toda redención.
Von Horn construye así una fábula gótica contemporánea, donde el infierno no es sobrenatural: es social.
5. El sonido como tortura sensorial
La banda sonora cumple un papel central en el terror psicológico.
Los llantos de bebés, repetidos como eco, funcionan como un recordatorio constante del crimen y la culpa.
La música atonal, con notas disonantes y silencios abruptos, reproduce la tensión del cuerpo femenino en crisis, ese cuerpo que se contrae ante un mundo que lo castiga por existir.
El sonido no acompaña la imagen: la violenta. Cada chillido o crujido funciona como un látigo auditivo, poniendo al espectador dentro de la claustrofobia de Karoline.
6. Estilo y técnica: el cuerpo como texto
La aguja del título opera como símbolo polivalente:
-
Es herramienta de trabajo y de dolor.
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Cose y perfora, une y destruye.
Karoline, costurera, intenta “remendar” su vida con los mismos instrumentos que la lastiman.
El film borda visualmente la metáfora de una mujer que intenta coser una existencia en un mundo que la descose.
Cada plano parece hilvanado a mano: cámara fija, composición simétrica, ritmo lento. Von Horn apuesta por un tempo hipnótico, donde el horror no estalla sino que se infiltra como una puntada bajo la piel.
7. Relevancia actual
Aunque ambientada en el pasado, La chica de la aguja dialoga directamente con las luchas feministas contemporáneas:
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el derecho a decidir
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la criminalización de la pobreza
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la persistencia del control sobre el cuerpo femenino
El film recuerda que la falta de elección sigue siendo un dispositivo de opresión moderno.
Las madres solteras de posguerra encuentran su eco en las mujeres que hoy enfrentan legislaciones restrictivas, estigmas y violencias institucionales.
Von Horn, sin hacer panfleto, logra un alegato visual contra el patriarcado: muestra que el verdadero terror no proviene de la oscuridad externa, sino de las estructuras sociales que convierten el cuerpo de la mujer en campo de batalla.
Conclusión: la aguja como emblema del horror femenino
La chica de la aguja no es sólo una película sobre crímenes infantiles, sino una meditación sobre el costo del dolor femenino en la historia.
El horror se susurra entre sombras, se entrecose en silencio.
Von Horn transforma un hecho histórico en una elegía visual sobre la culpa colectiva, la pobreza y la maternidad forzada, devolviéndonos algunas preguntas:
¿Cuántas Karoline siguen existiendo hoy, atrapadas en sistemas que las obligan a sobrevivir cosiendo sus heridas con la misma aguja que las hiere?
¿Es Dagmar el único monstruo, o solo el espejo de una monstruosidad colectiva?
¿Y realmente aquella sociedad de posguerra es tan distinta de la nuestra?
Alejandra Porchiia ❤


