Sobre el libre albedrío y la caída del Monstruo
Frankestein de Guillermo del Toro tiene un enfoque gótico y romántico. En esta historia basada en la novela homónima de Mary Shelley (1818), se le otorga voz a la criatura, un ser puro en búsqueda de amor e identidad que es escupido al mundo en contra de su voluntad.
Para este breve análisis solo me referiré a la segunda parte de la película, que es en la que la criatura nos pondrá en contexto al contar su parte de la historia.
Arranquemos con una frase de la novela El Paraíso Perdido, de John Milton con la que comienza el libro. La misma deviene en un reclamo constante en el film: “¿Te pedí por ventura, Creador, que transformaras en hombre este barro del que vengo? ¿Te imploré alguna vez que me sacaras de la obscuridad?”. En esta queja que se torna interpelación ontológica, la criatura reclama por el abandono, pero también por una existencia que jamás pidió. Se resquebraja entonces la idea del libre albedrío porque este presupone una voluntad previa, una conciencia que elige.
En el film los lamentos por no tener a nadie quien lo ame, que acaricie su cabeza tal como hacían en la cabaña del anciano los humanos que allí moraban, alguien con quien compartir una lectura, una palabra, un abrazo o el bello aroma de una flor, construyen lentamente la figura de una otredad dañina que se llena de odio y rencor pero que en oportunidades nos sorprende al mostrar que a través de todo lo aprendido desde que es abandonado por su creador sabe consensuar y escuchar, aunque la ira pretenda nublarlo.
Hay una paradoja que late en la obra de John Milton: Eva y Adán son “libres” pero nacen dentro de un sistema que ya está diseñado por un Dios, y en la obra de Shelley como en el film, esa tensión se radicaliza: el creador, un humano, Víctor Frankenstein, juega a ser Dios, pero abandona su obra dejando a la criatura libre, sin orientación moral ni afectiva. Es la libertad producto del exilio, no de una elección.
El eco Miltoniano resuena y en él la idea del Paraíso Perdido. En el caso de la obra de Milton es Satán quien cuando cae se pregunta si acaso su rebelión era inevitable o si tal vez él pudo haber sido otro.
La criatura de Víctor refleja esa lucidez trágica que comprende cómo y porqué fue creada pero no amada. Además, entiende que su voluntad está signada por la necesidad. La necesidad de ser reconocido por su hacedor, de ser aceptado.
En ambos casos, tanto Satán como el monstruo encarnan el fracaso del libre albedrío. Son libres solo para sufrir las consecuencias de un orden que no eligieron. El ser humano devenido monstruo despierta en un mundo que no pidió y su drama consiste en tener que inventarle un sentido.
El monstruo se vuelve una voz filosófica que nos recuerda que la libertad no nace con nuestra llegada el mundo sino con la conciencia del absurdo de haber nacido sin elección. Y es en esa conciencia dolorosa, lúcida y rebelde, donde late la verdadera humanidad.
Una idea queda flotando en el aire: si no existe el libre albedrío, habrá que hacerse a como de lugar, libre.

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