Sobre el libre albedrío y la caída del Monstruo
Peón ocho
En Peón Ocho leemos libros, vemos series y analizamos ficciones con una lupa propia. Lo cotidiano y lo simbólico se entrelazan en cada entrada. Porque la cultura también se juega.
jueves, 30 de octubre de 2025
El eco del Creador: libertad y condena en el monstruo de Shelley
lunes, 20 de octubre de 2025
Ed Gein: el monstruo que nació del hogar
Lectura de la serie “Monstruo”
Ed Gein,
conocido como el asesino de Plainfield, es presentado en la serie Monstruo
con un perfil casi aniñado: su andar es lento, su habla pausada y su
personalidad parece dominada por la timidez. Creció en un hogar profundamente
opresivo, bajo la tutela de una madre ultrarreligiosa que le inculcó la idea de
que el sexo con una mujer era pecado. Esa represión origina un trauma que se
traduce en una disociación entre cuerpo y mente, en una supuesta desconexión de
su sexualidad en palabras del protagonista.
Maternidad como eje del trauma
La madre de
Ed vive agobiada por la crianza de los hijos y por la mala vida producto del
casamiento con un hombre alcohólico, inútil y violento. Ella se vuelve
sobreprotectora, coarta la libertad de sus hijos por miedo y resentimiento,
pero su recelo es más fuerte con Ed debido a que al parecer es débil mental. En
una escena impactante en la que discute con su esposo y este la golpea (Augusta
le devuelve el golpe y lo echa) ella le grita a Ed que no debe tocar jamás a
una mujer ni imponerle a una el peso de un hijo porque pasan cosas como lo que
le ha sucedido a ella hasta ahora. Y sentencia: “debería castrarte”.
Freud diría que hay aquí un desplazamiento del objeto del odio: lo
que no puede ejercer sobre el marido —porque la ley patriarcal la subordina— lo
ejerce sobre el hijo, donde sí tiene poder.
El resultado es un vínculo de ambivalencia
extrema: lo ama y lo odia, lo protege y lo destruye, lo necesita y lo
repudia.
En medio de
esta loca dinámica familiar nos presentan a Alfred Hitchcock. Lo vemos como un
observador que diluye las fronteras entre lo real y lo ficcional mientras
piensa en cómo llevará a la pantalla grande el film Psicosis, basado en
el libro de Robert Bloch. Ya tiene elegido a un actor capaz de encarnar a
Norman Bates,que a su vez está inspirado en la figura de Gein: un hombre en
estado liminal, invadido por los fantasmas del asesino en su fuero más íntimo.
A medida
que avanzan los capítulos, Ed intenta liberarse del yugo maternal. Gracias a
Adeline, con quien planea casarse, consigue un empleo de niñero. Sin embargo,
lo pierde el mismo día: lleva a los niños a su casa sin el consentimiento de
sus padres. Allí les muestra sus máscaras y hace trucos de magia, con un placer
inquietante por el miedo ajeno. Ese gesto anticipa la violencia: más tarde
secuestrará y asesinará a la antigua niñera de los niños en venganza por
haberle quitado aquella oportunidad.
Hitchcock y el terror sexual
El estreno
de Psicosis conmociona al público. La crudeza de la película marca una
ruptura en la narrativa cinematográfica. En una escena, un personaje practica
sexo oral mientras de fondo se proyecta el film: una superposición entre deseo
y represión. El protagonista no quiere ser un monstruo; busca aceptación, pero
su represión lo corroe y no es otro más que el actor que le da vida a Bates en
el film.
Hitchcock,
en una reflexión metacinematográfica, señala que la narrativa del cine ha
cambiado: ahora triunfa el terror sexual y por ello, la audiencia
también ha cambiado.
El cuerpo como monstruo contemporáneo
El salto a The
Texas Chain Saw Massacre es inevitable. Leatherface, como Gein, encarna lo
reprimido, lo que la sociedad busca ocultar, curar, silenciar. Su grito —“Soy
una travesti lésbica y caníbal”— desarma las categorías binarias y revela una
verdad brutal: los monstruos no se crean solos. Son producto de estructuras
familiares, sociales y biológicas que dictan lo que un cuerpo “debe ser”.
Adeline
representa otro costado de la represión. Se entrega a un joven que desea algo
que ella no puede darle, porque sueña con pertenecer al mundo del arte. Su
madre la presiona para que se convierta en “una mujer del hogar”, pero Adeline
resiste: busca el mando sobre su propio cuerpo-territorio.
En una
escena conmovedora, la madre confiesa que intentó abortarla arrojándose por las
escaleras. Surge entonces una pregunta que atraviesa toda la historia: ¿qué
reciben las madres por soportar el dolor de criar? Adeline, desafiando los
mandatos, besa a Ed con deseo. La maternidad no deseada vuelve a ocupar el
centro del relato.
La escena del horror
El capítulo
seis nos muestra a Bernice Worden, una mujer controladora. Ed tiene relaciones
con ella, pero pronto oye la voz de su madre acusándola de promiscua y
portadora de sífilis. La mujer se convierte en demonio a sus ojos. La asesina.
El
descubrimiento posterior es espeluznante: vaginas guardadas en cajas, trajes de
piel femenina, cabezas, corazones, cuerpos eviscerados, lámparas y cuencos
hechos con cráneos humanos. Polillas revolotean como presagio del horror. Un
periódico roído por las ratas anuncia la muerte de Mussolini: el mundo externo
también está podrido. Los peritos fotografían todo; Ed dice no recordar nada.
Cuando
subastan sus pertenencias, la gente se ríe de las máscaras, las toca, las usa
para asustar. Alguien comenta: la guerra aumentó la maldad. Surge de
nuevo la pregunta: ¿quién es el monstruo?
Del cine al mito
El eco de
Gein llega al cine y la literatura: inspira a Norman Bates (Psicosis), a
Buffalo Bill (El silencio de los inocentes), y a Leatherface (The
Texas Chain Saw Massacre). Desde la cárcel, intercambia cartas con asesinos
reales como es el caso de Richard Speck quien le confiesa que tiene un fan que
planea matar mujeres en una universidad (Ted Bundy). Incluso delira creyendo
hablar por radio con Ilse Koch, la “Zorra de Buchenwald”, y con Christine
Jorgensen (les había mandado radios que jamás llegaron a destino), una mujer
trans pionera. Comprende —o delira comprendiendo— que siempre habló consigo
mismo y con su psiquiatra.
Ed muere
medicado en el manicomio, fantaseando que lo acompañan los fantasmas de otros
asesinos: Manson, Bundy, Brudos, Birdman, Buffalo Bill y tantos otros.
Su historia
deja una huella indeleble: sus crímenes fueron detonantes en la construcción
del horror moderno. Hitchcock ya lo advirtió: el asesino contemporáneo no viene
del espacio, de Egipto o de Transilvania. Lo peor puede llegarnos a través de
ese vecino amable. El terror ya no es sobrenatural, sino psicológico.
Posdata: Robert
Bloch escribió Psicosis en 1959, inspirado en Lovecraft y, sobre todo,
en Ed Gein. Desde entonces, el horror dejó de ser externo para volverse íntimo:
el monstruo es humano.
Alejandra Porchiia ❤
lunes, 13 de octubre de 2025
La chica de la aguja: un cuento gótico de posguerra
La chica de la aguja se sitúa en el Copenhague de posguerra, un espacio devastado no solo material, sino también moralmente.
La protagonista, Karoline, una costurera sin hogar, encarna el cuerpo femenino como territorio de sufrimiento, deseo y explotación. Su tránsito por las calles, las fábricas y los espacios domésticos sucios configura un relato visual donde el horror social se confunde con el horror íntimo.
La película no busca el morbo del crimen, sino la raíz estructural de la desesperación femenina: la falta de elección.
1. Falta de elección femenina
En la posguerra, el cuerpo femenino queda atrapado entre la miseria y la moral.
Karoline, embarazada y sin recursos, es empujada a un entorno donde cada opción implica una pérdida: su autonomía o la maternidad.
Von Horn retrata con precisión cómo la gestación impuesta se vuelve una condena social. La mujer pobre no tiene lugar ni en el trabajo ni en el hogar; su cuerpo se convierte en una mercancía de supervivencia, ofrecida a quienes gestionan el dolor ajeno como negocio.
Dagmar, la matrona que administra adopciones ilegales, aparece así como el reflejo monstruoso del sistema patriarcal: una mujer que reproduce las mismas violencias que la oprimieron, usando la maternidad como moneda de poder.
La película convierte esa falta de elección en el verdadero motor del horror, más perturbador que cualquier asesinato: el horror de no poder decidir sobre la propia vida.
2. Desesperación y supervivencia
El relato desciende progresivamente a un mundo donde la moral se disuelve bajo el hambre.
Karoline, que al principio parece la víctima absoluta, se ve empujada a decisiones que la acercan a la crueldad: el límite entre víctima y victimaria se borra.
Von Horn plantea una pregunta ética brutal:
¿Qué significa “sobrevivir” en un contexto donde la supervivencia exige la deshumanización?
El guion muestra cómo la miseria produce un sistema de canibalismo social: todos se aprovechan de todos. La desesperación ya no es un estado emocional, sino un paisaje colectivo.
3. Ambigüedad moral
Uno de los mayores logros del film es evitar los binarismos.
No hay inocentes puros ni monstruos absolutos.
-
Karoline: es víctima del abandono, pero también cómplice de un sistema que trafica vidas.
-
Dagmar: actúa con frialdad, pero su brutalidad surge de la misma estructura que la aplastó.
Von Horn se sitúa en la tradición del realismo gótico —a la manera de Dreyer o Bergman—, donde los personajes son devorados por sus dilemas éticos.
El resultado es un horror moral, más inquietante que el físico, donde cada gesto de compasión puede volverse siniestro.
4. Horror gótico y atmósfera expresionista
Visualmente, La chica de la aguja trabaja con una poética de la penumbra.
La fotografía en blanco y negro convierte cada rincón de Copenhague en un espacio espectral. Las calles adoquinadas, los talleres y las casas en ruinas forman un escenario cerrado, húmedo, casi uterino, donde la luz no libera, sino que acentúa la condena.
El blanco y negro no busca la nostalgia histórica, sino la abstracción moral: como en el expresionismo alemán, la luz se vuelve una metáfora del juicio y la culpa.
Los rostros filmados con fuertes contrastes parecen máscaras, gárgolas o santos martirizados. Esa estética remite a la iconografía religiosa del sufrimiento femenino despojada de toda redención.
Von Horn construye así una fábula gótica contemporánea, donde el infierno no es sobrenatural: es social.
5. El sonido como tortura sensorial
La banda sonora cumple un papel central en el terror psicológico.
Los llantos de bebés, repetidos como eco, funcionan como un recordatorio constante del crimen y la culpa.
La música atonal, con notas disonantes y silencios abruptos, reproduce la tensión del cuerpo femenino en crisis, ese cuerpo que se contrae ante un mundo que lo castiga por existir.
El sonido no acompaña la imagen: la violenta. Cada chillido o crujido funciona como un látigo auditivo, poniendo al espectador dentro de la claustrofobia de Karoline.
6. Estilo y técnica: el cuerpo como texto
La aguja del título opera como símbolo polivalente:
-
Es herramienta de trabajo y de dolor.
-
Cose y perfora, une y destruye.
Karoline, costurera, intenta “remendar” su vida con los mismos instrumentos que la lastiman.
El film borda visualmente la metáfora de una mujer que intenta coser una existencia en un mundo que la descose.
Cada plano parece hilvanado a mano: cámara fija, composición simétrica, ritmo lento. Von Horn apuesta por un tempo hipnótico, donde el horror no estalla sino que se infiltra como una puntada bajo la piel.
7. Relevancia actual
Aunque ambientada en el pasado, La chica de la aguja dialoga directamente con las luchas feministas contemporáneas:
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el derecho a decidir
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la criminalización de la pobreza
-
la persistencia del control sobre el cuerpo femenino
El film recuerda que la falta de elección sigue siendo un dispositivo de opresión moderno.
Las madres solteras de posguerra encuentran su eco en las mujeres que hoy enfrentan legislaciones restrictivas, estigmas y violencias institucionales.
Von Horn, sin hacer panfleto, logra un alegato visual contra el patriarcado: muestra que el verdadero terror no proviene de la oscuridad externa, sino de las estructuras sociales que convierten el cuerpo de la mujer en campo de batalla.
Conclusión: la aguja como emblema del horror femenino
La chica de la aguja no es sólo una película sobre crímenes infantiles, sino una meditación sobre el costo del dolor femenino en la historia.
El horror se susurra entre sombras, se entrecose en silencio.
Von Horn transforma un hecho histórico en una elegía visual sobre la culpa colectiva, la pobreza y la maternidad forzada, devolviéndonos algunas preguntas:
¿Cuántas Karoline siguen existiendo hoy, atrapadas en sistemas que las obligan a sobrevivir cosiendo sus heridas con la misma aguja que las hiere?
¿Es Dagmar el único monstruo, o solo el espejo de una monstruosidad colectiva?
¿Y realmente aquella sociedad de posguerra es tan distinta de la nuestra?
Alejandra Porchiia ❤
lunes, 18 de agosto de 2025
Análisis crítico de representaciones en En el barro.
Análisis basado en secuencias penitenciarias
El relato audiovisual que se despliega en los ocho capítulos presenta una narrativa donde la cárcel femenina funciona como microcosmos social. La trama no solo expone escenas de violencia y explotación, sino que construye un discurso sobre el cuerpo de las mujeres y las lógicas de poder en el encierro.
Emergencia y barro: metáforas de origen
El episodio inicial, donde un grupo de mujeres sobrevive a un atentado y emerge del agua, pero son denominadas 'las embarradas', constituye un gesto discursivo relevante. No emergen del barro, sino del agua, pero el lenguaje de la institución penal las asocia con la suciedad y la marginalidad. El barro, en este sentido, es metáfora de clase: 'emergieron del barrio'. Se trata de un mecanismo de naturalización simbólica (Bourdieu, 1999), donde la procedencia social marca identidades estigmatizadas, más allá de la experiencia real (el agua como renacimiento).
Sexualización y disciplinamiento
Las requisas corporales, en las que el médico ordena “abrí las piernas y la boca”, revelan cómo el poder se ejerce a través del cuerpo (Foucault, 1975). El control médico-penitenciario no es neutral, sino un espacio de violencia simbólica y material: el cuerpo femenino es tratado como objeto disponible para la mirada masculina. La referencia de la guardia a la “cartuchera” (vagina) ratifica la cosificación. A esto se suma la naturalización de las violaciones y abusos sexuales como parte del régimen carcelario, lo que expone la crudeza de un sistema que disciplina, sometiendo y anulando la autonomía de las mujeres mediante el uso punitivo y coercitivo de la sexualidad.
Maternidad, apropiación y mercado
La entrega de un recién nacido a una pareja, tras la muerte de la madre biológica, expone la lógica de la mercantilización de la vida. El cuerpo reproductivo de las presas se convierte en un recurso apropiable, en consonancia con lo que Rita Segato (2003) denomina la pedagogía de la crueldad: cuerpos feminizados como botín de guerra. La maternidad se privatiza y el niño se vuelve mercancía intercambiable. Este episodio no constituye un caso aislado, sino que se inserta en un entramado sistemático de prácticas carcelarias donde la apropiación, el abuso y la explotación de los cuerpos femeninos se repiten y naturalizan, reproduciendo violencias históricas contra las mujeres más vulnerables.
Pornografía y sobrevivencia
La filmación de material pornográfico en el penal, bajo el mando de 'La Zurda', muestra cómo la prisión replica las economías ilegales de afuera. El cuerpo femenino es explotado, pero también instrumentalizado como recurso de sobrevivencia. El 'paquete' no refiere a objetos, sino a mujeres ingresadas como capital erótico. Esta lógica remite al análisis de Butler (2009) sobre la precariedad de las vidas que solo existen como intercambiables.
Violencia como identidad
Personajes como Roky, que reivindica haber asesinado al abusador de su hija, subrayan cómo la violencia deviene única forma de justicia posible ante un sistema fallido. El encierro no cancela esa violencia, sino que la reproduce como identidad y relato de vida.
Multiverso penitenciario
El penal funciona como un multiverso de la locura, donde confluyen prostitución, tráfico humano, drogas y corrupción institucional. El enemigo mayor es la ley encarnada en la guardia y la dirección. Sin embargo, se evidencia la ambivalencia de las relaciones de poder: algunos guardias protegen, otros abusan. Foucault recordaba que el poder 'no se posee, se ejerce' y se dispersa en múltiples niveles (Foucault, 1976).
El cuerpo como carne
La escena en la que se yuxtaponen cuerpos femeninos y carne animal expone crudamente la animalización de las mujeres. El cuerpo es carne de consumo, sin diferencia con un animal de matadero. Aquí el dispositivo audiovisual se alinea con la crítica ecofeminista (Adams, 1990), que asocia la opresión de los cuerpos animales y de los cuerpos feminizados como parte de un mismo orden patriarcal de consumo. El ejemplo más brutal es el de María, cuyo cuerpo aparece colgado de un gancho tras ser asesinada: la disposición de su cadáver como si fuese una res en el matadero lleva al extremo la metáfora, mostrando cómo la violencia patriarcal convierte a las mujeres en materia desechable, lista para el consumo o la eliminación.
Resistencias ambiguas
Momentos como el de Marina, que invierte la lógica sexual carcelaria al atar a un cliente —desobedeciendo el pedido de sexo oral y apropiándose momentáneamente del control de su cuerpo—, o el de la Zurda, que responde a la tentativa de violación de un guardia mordiéndole el miembro, ilustran formas parciales de resistencia. Estos actos de insumisión evidencian que incluso en contextos de sometimiento extremo emergen fisuras en el dispositivo disciplinario. Sin embargo, tales gestos no alcanzan a desestabilizar el régimen estructural: el sistema continúa reproduciéndose y hasta la rebeldía se inscribe dentro de los marcos de violencia sexual y económica que lo sostienen. En este sentido, Butler (2004) advierte que la agencia en condiciones de precariedad nunca es absoluta, sino siempre condicionada por el mismo entramado de poder que se busca subvertir.
Reflexión final
El relato penitenciario analizado no se limita a exponer violencia; construye una pedagogía sobre la vida de las mujeres encarceladas: cuerpos disciplinados, sexualizados, mercantilizados y, en muchos casos, apropiados por el Estado que decide quién se queda y quién se va, quién vive y quién muere. La violencia patriarcal se representa como ubicua: adentro y afuera de la cárcel. Las escenas funcionan como alegoría del sistema social en general, donde el castigo, el deseo y el mercado se entrecruzan en torno a la figura de la mujer marginalizada.
Sin embargo, aun en ese espacio saturado de control, emergen líneas de fuga: cuerpos que se rebelan en gestos mínimos pero disruptivos (como la inversión de la escena sexual o la violencia ejercida contra un guardia violador); comunidades de afecto y solidaridad que desobedecen el aislamiento impuesto; narraciones que hacen visible lo que se pretende ocultar; desplazamientos metafóricos que enlazan la opresión carcelaria con otras formas de explotación (animal, ecológica, social). Son fugas inestables y precarias, pero suficientes para demostrar que el poder nunca es absoluto.
En ese sentido, el relato interpela más allá de la cárcel: si adentro se despliegan pedagogías de sumisión y resistencia, ¿qué formas de vida, qué nuevas resistencias o continuidades se harán posibles afuera, cuando la libertad se recupere?
viernes, 8 de agosto de 2025
I Origins y la certeza de la duda
¿Y si nuestras almas se reciclaran?
(Alerta de spoiler)
Presentada en el Festival de Cine de Sundance en 2014, I Origins, dirigida por Mike Cahill y protagonizada por Michael Pitt, Brit Marling y Àstrid Bergès-Frisbey, es una joya del cine independiente que nos sumerge en un drama tan inquietante como hipnótico.
Once años después de su estreno, llegué a esta película —gracias Myriam por la recomendación— y quedé absolutamente flipando. Tiene un cierre perfecto, incluso en su escena postcréditos, donde ya se insinuaba la biometría como herramienta científica mucho antes de que este debate se volviera cotidiano.
La historia sigue a Ian Gray, científico biomolecular obsesionado con refutar la idea de que el ojo humano es obra de un “arquitecto de la vida” (visión creacionista). Para él, todo es evolución… hasta que aparece Sofi, una joven misteriosa que conoce en una fiesta, enmascarada, mostrando únicamente sus ojos. Fascinado, Ian le toma una foto, sin sospechar que esa mirada derrumbará muchas de sus certezas.
Ella lo introduce en un mundo espiritual que él desprecia… hasta que una tragedia y la muerte los separan.
Tiempo después, Ian inicia una relación con su asistente —una “Milena Maric” de la vida—, Karen, con quien tiene un hijo, Tobías. La vida parece estabilizarse hasta que aparece la Dra. Jane Simmons, quien bajo la excusa de detectar un posible trastorno en el niño, le realiza pruebas que en realidad buscan otra cosa: comprobar si es un alma reencarnada.
En una conversación clave, Kenny —amigo de Ian y programador en una empresa de datos biométricos— aclara que la identificación por iris no depende del color, sino de patrones únicos de criptas, surcos y texturas. Y lanza, entre sonrisas: “Eso sería estadísticamente imposible” al hablar de reencarnación.
Pero lo “imposible” se tambalea cuando, buscando patrones de iris duplicados, encuentran en la India a una persona con el mismo patrón que Sofi… y con un registro de tres meses atrás, pese a que ella había muerto siete años antes.
Karen impulsa a Ian a viajar. Tras meses de búsqueda, encuentra a Salomina, una niña con los ojos exactos a los de Sofi. La invita a comer y le hace pruebas: apenas supera el 40%. La ciencia podría descartarla, pero Ian ya ha sentido grietas en su inclinación a lo racional y tengo al menos dos hechos que lo comprueban:
-
Cuando se incomodó con el perfume de una camarera, como si despertara un recuerdo ajeno a su vida presente.
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Cuando subió por las escaleras junto a Salomina en lugar de ir por el ascensor, mientras que el “hombre de Dios” que conoció en el hotel sí lo hace...
Y luego, amigas, la secuencia que nos muestran que bajarán en ascensor se convierte en un momento clave: Ian puede decir adiós a Sofi. Como canta The Do: “Don’t be tempted to look back”.
La escena postcréditos es pura piel de gallina: la Dra. Simmons revisa la base de patrones duplicados y vemos desfilar figuras históricas, algunas malvadas, otras heroicas. Y una pregunta entre tantas queda flotando:
¿Estamos condenados a un bucle eterno?
Alejandra Porchiia ❤
martes, 5 de agosto de 2025
Harry o el intento imposible de encarnar el Ideal
Cuerpos masculinos y mercado del afecto en Materialistas
En Materialistas
(2025), Céline Song no solo deconstruye la figura de la mujer dentro del
mercado del afecto: también expone las fisuras del cuerpo masculino que
intenta, y falla, en su esfuerzo por representar la figura del
"ideal". Harry (Pedro Pascal) es millonario, sofisticado, sensible,
generoso, pero hay algo que lo vuelve inadecuado en el mundo que él mismo
habita: su cuerpo no encaja.
Harry se
rompió los huesos para crecer unos centímetros. La frase aparece en la
película como una revelación íntima, pero no es anecdótica: es el corazón del
personaje. En una sociedad donde el amor se negocia, y los hombres ricos
compran acceso al deseo a cambio de estatus y protección, Harry necesita ajustarse
físicamente a la norma. No alcanza con tener dinero; debe tener también altura,
raza, linaje y presencia. Harry compra parte de eso con cirugía, pero lo demás
no lo puede modificar: su cuerpo es moreno, su acento y sus gestos no
pertenecen a la elite blanca neoyorquina que intenta cortejar.
La
directora lo encuadra siempre como un cuerpo fuera de lugar, incluso en
los momentos donde debería brillar. La escena en que baila en la gala de
beneficencia no lo muestra dominante ni central: aparece feliz pero vulnerable,
casi torpe, como si intentara ocupar un lugar que nunca le es del todo propio.
El cuerpo de Harry recuerda que el patriarcado también produce víctimas
dentro del campo masculino, especialmente cuando el modelo a cumplir es
inalcanzable. Como diría Paul B. Preciado, el cuerpo se convierte en una
tecnología de ajuste: se moldea, se reconfigura, se adapta a un mercado de
deseo que lo supera.
Pero Harry
no es un “aliado” ni un “hombre bueno” en términos ingenuos. Es un personaje
profundamente complejo: tiene poder, sí, pero también tiene miedo a
mostrarse vulnerable. Su riqueza no lo salva de ser descartado por la
mirada blanca que no lo reconoce como propio. Intenta compensarlo con
romanticismo, con sensibilidad, con gestos cuidados, pero incluso en su vínculo
con Lucy queda claro que, aunque él ofrece amor, también busca valor. Su deseo
por Lucy no es desinteresado: necesita que ella lo confirme como deseable, como
correcto, como suficiente.
Recordemos
cuando se confiesa con Lucy y le dice: “El cuerpo es como un departamento, uno invierte para recuperar valor,
simplemente uno vale más.” La frase no se refiere sólo a la altura: es
una confesión de clase, de raza, de deseo. “Valer más” es pertenecer a un
club simbólico que le fue negado desde siempre. Pero también es violencia:
nadie se rompe los huesos sin dolor, sin miedo, sin costo. En ese gesto
quirúrgico y cruel, Harry sintetiza toda la lógica del mercado romántico
contemporáneo: nadie accede al amor sin sacrificar parte de su cuerpo, de su
historia, de su verdad.
Lucy lo ve
y, en lugar de enamorarse de su vulnerabilidad, lo reconoce como par. Ella
también se rompió simbólicamente: se ofreció como cuerpo negociable en una
economía donde las mujeres son elegidas por su capital erótico o social. Ambos
están rotos. Ambos, a su modo, actúan. La diferencia es que Harry cree que aún
puede ganar; Lucy ya sabe que lo único que queda es sostenerse dignamente.
Epílogo: un príncipe fuera del cuento
Harry es la
inversión del “príncipe azul”: tiene el castillo, el dinero, el deseo, pero no
el cuerpo correcto. Song lo construye como un sujeto híbrido: sensible pero
artificial, amoroso pero funcional, poderoso pero expulsado. En él, la película
evidencia que incluso en la cima del sistema capitalista afectivo, la norma
blanca sigue siendo soberana. Ni el dinero ni el amor genuino bastan cuando el
cuerpo no encaja en la gramática del poder.
Harry no es
el villano. Tampoco es el héroe. Es apenas un hombre que lo intentó todo para
pertenecer. Pero en Materialistas, eso nunca alcanza.
Materialistas: el mercado del afecto y los cuerpos fuera de norma.
Un análisis feminista del film de Céline Song.
Céline Song, directora de Materialistas (2024), construye una película en apariencia ligera pero profundamente corrosiva sobre el afecto como mercancía. La anécdota biográfica de Song como casamentera, lejos de ser un detalle menor, funciona como clave de lectura: los vínculos románticos no son libres, sino regulados por lógicas de mercado, clase y raza. En ese sentido, la protagonista Lucy (Dakota Johnson) encarna un personaje atravesado por la contradicción: se gana la vida organizando matrimonios funcionales mientras sobrevive como cuerpo fuera de catálogo en un mundo donde el deseo también cotiza en bolsa.
Lucy no es un personaje plano. Es un cuerpo lúcido, como sugiere su nombre, que transita el mundo con la conciencia brutal de que su única forma de entrar en el juego es adaptarse. No tiene riqueza, ni linaje, ni belleza normativa en los términos que exige la elite para sus mujeres. Tiene, en cambio, la capacidad de actuar, de leer al otro, de decir lo que se espera que diga. Esa actuación no es un disfraz: es su forma de habitar el mundo.
Escena 1: la novia que duda
La escena con Charlotte —una clienta que entra en crisis antes de casarse— condensa el corazón del conflicto. Charlotte dice: “Soy una mujer moderna, podría ser quien quiera, pero elegí ser una novia.” Este discurso, heredero del feminismo liberal, encubre la estructura opresiva bajo el ropaje de la libertad de elección. Pero enseguida se fisura: Charlotte se casa para humillar a su hermana. El deseo no es libre, sino condicionado por la competencia femenina. Lucy, lejos de juzgarla, la sostiene. Le devuelve la lógica del sistema con una frase quirúrgica: “Entonces te hace sentir valiosa.” La lógica afectiva capitalista: no importan los sentimientos, sino el valor simbólico que se obtiene al ser deseada, elegida, comprada. Simone de Beauvoir ya lo había dicho: no se nace mujer, se llega a serlo, bajo ciertas condiciones que garantizan esa conversión en objeto valioso.
Escena 2: Sophie y los cuerpos sin nicho
La conversación entre Lucy y su jefa acerca de Sophie es brutal: “Con ella la tenemos difícil. No hay mercado para ese cuerpo.” El cuerpo racializado, fuera de las normas hegemónicas de belleza, es expulsado del circuito del deseo. Acá la película roza una lectura interseccional potente: no solo se comercia con afecto, sino que hay cuerpos que ni siquiera califican para entrar en ese mercado. Como diría Sara Ahmed, ciertos cuerpos “no encajan” y, por lo tanto, no generan orientación afectiva ni posibilidad de reciprocidad: están fuera del mapa del amor.
Escena 3: el gesto de darse como única mercancía
Cuando Lucy le confiesa a Harry que no tiene nada que ofrecerle excepto su cuerpo, y que un hombre como él solo la desearía una vez, despliega el punto de quiebre de la película. Es un momento de vulnerabilidad cruda: su cuerpo, desgastado por el uso simbólico, ya ni siquiera garantiza acceso sostenido al deseo. Lo que ofrece, entonces, es su percepción de él: “Me hacés sentir valiosa.” Se invierte la escena de Charlotte: ahora ella es la que suplica valor simbólico a través de la mirada del otro. La estructura se repite: las mujeres se espejan, se intercambian roles, pero nunca logran escapar del sistema que las mide en términos de utilidad emocional o capital erótico.
Podemos leer este momento desde Silvia Federici: los cuerpos femeninos son terreno de disputa económica desde la acumulación originaria hasta la vida contemporánea. Lucy ofrece lo único que tiene: su capacidad de actuar y un cuerpo que sabe que ya no es novedad. Lo que pone en juego no es el amor, sino la supervivencia.
Conclusión:
Materialistas es una sátira disfrazada de comedia romántica. Bajo su superficie encantadora, late una crítica feroz al mercado del afecto, a la economía erótica contemporánea y a los modos en que las mujeres negocian su valor en un mundo que aún las mide como objetos de deseo o inversión simbólica. Lucy es camaleónica no por conveniencia sino por necesidad. No elige actuar: actúa para no desaparecer. Su “lucidez” no es iluminadora sino dolorosa: ve lo que hay y lo soporta con la dignidad de quien ya entendió que el amor, en este sistema, siempre tiene precio.
Alejandra Porchiia ❤






